sábado, 7 de mayo de 2016

20

La última vez que escribí aquí fue hace casi 2 años. Muchas cosas han pasado durante este tiempo. Todas para bien, al menos así lo creo.

En aquel 2014 estaba a punto de, por fin, titularme de la licenciatura. Lo logré. Me titulé y al siguiente año, o sea en 2015, apliqué para una maestría en mi misma alma máter, y también lo logré. A pesar de mi esceptisismo, porque apenas me había titulado y aún no tenía el pergamino ni el plástico de la cédula, me aceptaron en el posgrado. Me puse muy feliz, como nunca, era un gran objetivo personal y académico-profesional el haber entrado a la maestría. Además en lo otro también me sentía bien, G y yo por fin formalizamos-normalizamos nuestra relación y decidimos vivir juntos; al final no hemos podido mudarnos de casa por cuestiones económicas, pero después de varios años, siento que este departamento que visitaba sólo los fines de semana, es mi hogar. Sí. Con la maestría, con el hogar propio, con una relación medianamente estable y con unas gatitas adoptadas como hijas, mi vida por fin se sentía mía y por fin sentía que yo tengo el control de ella. Es de las sensaciones de empoderamiento más chingonas que conozco, sino es que la única, hasta ahora.

Claro que sé que hay contingencias externas y ajenas a mí que pueden llegar y que llegarán, y aunque uno nunca está del todo preparado, sí creo que al menos el que ya no tenga ataques de ansiedad, me da una gran ventaja sobre mi misma, no sobre alguien más, sólo sobre mi misma, quien era y quizá, algunas veces, soy mi mayor contratiempo.

La cuestión es soltarse. Pero para llegar a eso, pues, está muy cabrón. No es nada fácil, y en el proceso, por demás complejo, hay quizá los nutrientes más valiosos que en el fin mismo de soltarse. Y al final es en el proceso en donde uno se suelta.